LOS MILAGROS COTIDIANOS

 


¿Cuántos milagros no se presentan de continuo en nuestra vida?  Solo a través de brumas y como a tientas hemos llegado a conocer las cosas que conocemos y fácil es ver que más por costumbre que por  ciencia han dejado de parecernos extrañas”                                                                                        

                                                                                                       Miguel de Montaigne

   Henry Tovar 

  La frase, “los milagros cotidianos,” creo haberla reflexionado, por primera vez, luego de su expresión por una cuñada de nombre Mercedes Alicia, quien la ha utilizado con frecuencia para dar testimonio de vivencias, por decir lo menos, poco comunes, ocurridas como cosas aparentemente ordinarias en su tránsito regular de vida, eso sí, anclada ella en una inquebrantable fe en Dios. 

 Debo decir que cuando la escuché, comulgue absolutamente con su parecer, porque me permitió concienciar aspectos recurrentes de mi vida, a los cuales nunca había conceptuado como milagros, sin que dejaran de concitarme asombro, curiosidad o reflexión. Dentro de ellas caben situaciones atípicas o inesperadas. Escasa memoria tengo para recordar innumerables como el que me ocurrió cuando después de muchos inconvenientes y obstáculos, “el tiempo de Dios” me salvo de estar presente durante el asalto a una agencia bancaria hacia la cual me desplazaba con premura y luego de sucesivos contratiempos. Son muchos los ejemplos de aparentes casualidades que te van fortaleciendo la fe. Por aparentes casualidades. Por centenares de aparentes casualidades, inmemorables, ocurridas a lo largo de mi existencia. Son muchos los recuerdos. La aparente inexplicable pérdida de una valiosa oportunidad. La posibilidad frustrada de un empleo y la siguiente aceptación de uno mejor. La disolución oportuna de un posible negocio. Una disolución amorosa. Y te preguntas, ¿Qué pasó?, pero para percatarte de que el desencuentro con la suerte, incluso hasta la ocurrencia de un accidente, por el cual te lamentas y te preguntas, ¿por qué a mí?, paradójicamente era para bien.

Un ejemplo desconcertante, me ocurrió con motivo de una defensa de postgrado. En una circunstancia en el cual estaba exhausto y agobiado por excesivo trabajo, urgente plazo y exigente rigor. Encontrábame en estado inenarrable de surmenage, y por consecuencia, preocupado. El día de la exposición, presente en la sala habilitada para la defensa, ésta fue pospuesta, por la imposible presencia de uno de dos jurados. Transcurridos dos días, sentíame todavía, en estado de agotamiento. Comenzada la nueva sesión, quedamos atónitos por el tamaño de la primera pregunta, hecha para una respuesta de cien. Uno de los miembros del jurado, tomándosela para sí: le dijo a su colega: “Esta te la voy a responder yo,” y en ese responder transcurrieron los cuarenta y cinco minutos reglamentarios. Concluida su respuesta, a la dilatada pregunta, el ángel profesor, mentado Luis Bravo Jáuregui, me preguntó, ¿desea agregar algo profesor?, lo cual hice. Luego de lo cual le expresé mi agradecimiento. Y tan pronto como tuve conciencia, expresé mi agradecimiento por la indubitable existencia de la mano oculta de Dios. 

El caso mentado se ajusta a nuestra creencia en los milagros cotidianos; como la ocasión en la cual Mercedes Alicia fue llamada desde una entidad de ahorro y préstamo para ser informada de haber sido la afortunada ganadora de un premio dinerario, cuyo concurso y su participación como cliente, ignoraba. Premio con el cual pudo resolver el pago del más un grave apremio económico. Este fue uno, entre otros muchos de sus testimonios, acerca de los milagros cotidianos, acaecidos a ella y olvidados ahora, por mi flaca y codiciada memoria.

 En los días en los cuales escribo estos testimonios, me ocurrió que me vi llegando a mi hogar en el vehículo de mi esposa, con un neumático dañado y humeando. Puesto en alerta, le comenté el sueño a mi esposa y estuve presto a acompañarla en su siguiente salida. Hubo la necesidad de ir a un pequeño mercado de verduras y frutas, distante unos pocos kilómetros de nuestra casa, ubicada en una localidad montañosa. Arribando al estacionamiento, un vigilante nos informa que tenemos un neumático desinflado. Nos estacionamos. Observo el mentado “caucho” y procedo a colocar el elevador para desmontarlo. Estando es esa situación se acercan dos jóvenes y me ofrecen ayuda. La acepto y continuando con el desmontaje observamos que el elevador está dañado. Los jóvenes solicitan la ayuda del chofer de un camión estacionado a nuestro lado. El chofer nos facilita un “gato”. Cuando proceden a desmontar el caucho se percatan de que la rueda se ha soldado al eje, presumiblemente por escaso uso del vehículo. Los chicos proceden a preguntarle por una mandarria la cual, al pronto, el chofer facilita. Se logra desmontar el neumático y montar el repuesto. Doy gracias a Dios. Les agradezco a los chicos su solidaridad y gentileza. "No se preocupe maestro"- me dicen-. Los chicos se marchan.  Los sigo con la mirada y observo que trabajan en un puesto de comida. Saco mi billetera y compruebo, con cierta tristeza, mi carencia de efectivo suficiente para compensar la inesperada ayuda. Lo existente quise destinarlo para complementar mi agradecimiento. Me acerco hasta donde se encontraban e intento entregarles el dinero y me lo rechazan. Me reiteran, con una gran sonrisa, su solicitud de mi despreocupación. Este es uno de los milagros más simples de las cuales está colmada mi memoria. Pude haberme accidentado en una carretera de pendiente. No haber dispuesto ni del elevador ni de la mandarria ni la solidaridad de mis dos connacionales, una de cuyas características es la solidaridad, difícil de hallar en algunas naciones. Contar las innumerables veces en la que me he visto dando gracias a Dios, por eventos como estos, podría resultar monotemático o increíble. Muchas veces me he visto contando estas historias y siempre me resulta embarazoso pensar en que probamente no me creen. Pero no dejo de proclamar mis testimonios y mi profunda fe en Dios, así me exponga a que me consideren un charlatán. 

Uno de los testimonios más inverosímiles, asombroso y estadísticamente imposible, nos ocurrió junto con nuestra familia en agosto del año 2007. Regresábamos hacia Caracas desde el estado Anzoátegui, luego de un paseo paradisiaco e inolvidable por las aguas azules del Parque Nacional Mochima. Habíamos disfrutado ese día navegando en un catamarán por invitación de una pareja de cuñados quienes se marchaban hacia Houston para iniciar, como otros venezolanos, una nueva vida buscando mejores derroteros. Partimos desde la ciudad de Barcelona, aproximadamente a las 4 de la tarde. Habíamos superado el pueblo de Clarines, cuando en la recta de una corta autopista, el vehículo cayó un hueco con el saldo de la rotura de un neumático. Desconcertados y con prontitud, procedimos a orillarnos. Salimos del vehículo y me ocupé de montar  el repuesto. Resuelto el percance entramos nuevamente en vehículo y dijimos, bueno, en nombre de Dios. Mi esposa enciende el vehículo e iniciamos el desplazamiento, cuyo recorrido no alcanzó ni dos metros. En el momento en el cual iniciamos la marcha, exploraron simultáneamente dos cauchos. Fue tan absurdo e inesperado el evento que no atiné sino a decir, ESTO NO ES NORMAL, VAMOS A REZAR. Luego de haber invocado al gran poder de Dios y solicitada su protección, empezamos a imaginar cómo resolver una situación tan complicada con tres cauchos desinflados y comenzando a oscurecer. Nos desplazamos caminando hacia un peaje cercano y explicamos nuestra situación. Allí conseguimos a una persona quien se mostró dispuesta a llevarnos hasta el pueblo Clarines. A las nueve de la noche estábamos en ese pueblo tocando la puerta de la casa del dueño de una cauchera, después de haber recorrido estaciones de servicio en las cuales no hallamos solución. Resuelta la situación de los neumáticos regresamos al vehículo con el ángel, quien se encargó de montarlos. En ese momento eran aproximadamente las doce de la noche. No tuvimos sino la opción de desplazarnos hasta pueblo de Boca de Uchire y buscar una habitación para pernoctar. El cansancio nos devolvió un sueño profundo y reparador. A las siete de la mañana, luego de desayunar, continuamos nuestro viaje. Una hora después, con mucha lentitud, llegamos y pasamos los comederos del Guapo, en donde hubimos de detenernos sin solución de continuidad. Me bajé del vehículo, como lo hacían otras personas, y caminé hasta cuando pude preguntar por el motivo del atasco. Alguien me respondió, diciéndome, -palabras más o menos- La cola es por un accidente ocurrido anoche. Están esperando a presencia de autoridades, porque hay varios muertos sin recoger. En ese mismo momento sentí cierto estado de alucinación y un estremecimiento profundo. No tuve dudas y sentí la emotiva y silenciosa necesidad de dar gracias a Dios por habernos detenido en aquella carretera y por haberle “disparado” a mis cauchos. En ese momento de mi vida ignoraba, absolutamente, el tema de la sincronicidad desarrollado por el médico Carl Jung, tópico del cual quiero ahora, discurrir en el próximo testimonio.    

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